Benjamín Amadeo o el ritual luminoso de lo inolvidable

El tiempo a veces se dilata, se estira como si supiera que algunas historias necesitan madurar en la memoria antes de ser contadas. Este es el caso de aquella noche de marzo de este año en la que Benjamín Amadeo tocó por primera vez en Paraguay. Un concierto cuya huella sigue tan viva como entonces. Esta crónica no busca ser urgente ni precisa en fechas, sino sincera en emoción. Porque hay encuentros que, aunque hayan pasado, siguen latiendo. Y este fue uno de ellos.

Texto: Mavi Martínez

Fotos: Renata Vargas

Hay cosas que, sin saber cómo, nos reconectan con lo esencial. Con lo bello. Con lo que se siente y no siempre se puede explicar. La música —aunque sea intangible— tiene esa capacidad casi mágica de anclarnos a lo verdadero: a lo que conmueve, divierte, acompaña. A momentos que se sienten como una tarde de risas con amigos, como el olor del pan recién hecho, como bailar descalzos sin mirar el reloj. Algo de eso —o todo eso a la vez— genera la música de Benjamín Amadeo.

En marzo de este año, Benjamín tocó por primera vez en Paraguay. Y su paso fue como un vendaval dulce, como un abrazo esperado, como esa carta que tarda pero llega justo cuando más se necesita.

Fue un encuentro mutuo: él nos esperaba, y nosotros a él. Como ese amigo que abre las puertas de su casa, nos recibe con una merienda recién preparada y nos hace sentir en casa. Así se sintió. Porque Benjamín no solo vino a cantar, vino a compartir. A ser parte.

Emanaba una luz cálida, de esas que no encandilan pero sí envuelven. Tardó en venir, sí. Pero al subir al escenario, comprendimos que hay esperas que merecen cada segundo, porque cuando por fin ocurren, el momento se convierte en un pequeño big bang emocional.

Con su mochila llena de canciones, con esa picardía cómplice y un carisma que lo vuelve cercano, Benjamín se plantó en escena con la misma emoción que el público. La gente cantó, bailó, se emocionó. Las lágrimas, los abrazos, los gritos y la entrega absoluta fueron parte de ese ritual tan humano como necesario.

Compartió canciones de todos sus discos. Canciones honestas, luminosas, que hablan del amor, de la memoria, de lo cotidiano, de las búsquedas interiores, de la esperanza, de lo simple y a la vez esencial. Y por eso llegan. Porque no disfrazan ni pretenden, sino que invitan. A sentir, a reflexionar, a vibrar.

Nos dejamos llevar entre lo latino, lo baladístico, el pop y el rock. Porque Benjamín es todos esos universos a la vez: un artista completo que se entrega con alegría y profundidad. Además, sumó a dos talentos paraguayos como Andrea Valobra e Iván Zavala, en una muestra clara de que la música no conoce de fronteras. Que lo que une, es mucho más poderoso que lo que separa.

Benjamín Amadeo es un trovador contemporáneo, alguien que camina el mundo con sus canciones como brújula. Y allá donde va, deja huella. Porque lo suyo no es solo una propuesta musical: es una forma de ver el arte y la vida. Con sensibilidad, con verdad, con amor por lo que hace. Y el público, siempre, lo sabe devolver con creces.

Lo que queda cuando la música se apaga

Cuando se apagan las luces del escenario y se dispersa el bullicio del público, queda algo que no se puede ver, pero se siente. Queda una vibración en el aire, un eco en el pecho, una certeza cálida de haber vivido algo especial. No se trata solo de un concierto, sino de un momento compartido que se convierte en parte de quienes estuvimos ahí.

A veces, lo que más recordamos no es la canción exacta, ni el orden del repertorio. Es esa mirada entre desconocidos que se entienden, ese grito que sale sin pensarlo, ese aplauso que duele en las manos. Es la sensación de pertenecer, aunque sea por un rato, a algo más grande. A una comunidad emocional tejida por melodías.

Benjamín Amadeo, con su forma de estar y de ser, dejó en Paraguay una semilla. Una prueba de que los encuentros verdaderos no tienen fecha de caducidad, que la emoción no entiende de calendarios. Y que a veces, basta con cerrar los ojos y recordar ese instante en que la música nos hizo sentir vivos, presentes, profundamente humanos.

Como cronista, me pregunto a menudo qué es lo que realmente queda de un concierto. ¿Es la imagen congelada de un artista sobre el escenario? ¿Las fotos, los vídeos, los posts en redes? Tal vez sí, pero también —y sobre todo— lo que queda es esa emoción primera, esa intuición de haber sido parte de algo irrepetible.

Contar esto tiempo después no es un acto de nostalgia, sino de gratitud. Porque no todo tiene que ser inmediato para ser valioso. A veces, las palabras necesitan reposar, igual que las emociones. Y ahora, con distancia y calma, me doy cuenta de que esa noche no fue solo una cobertura más: fue un recordatorio de lo que la música puede hacer por nosotros. Y también, de por qué seguimos escribiendo sobre lo que nos toca el alma.

 

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