CLUBZ: baile, hipnosis y comunión en Asunción
¿Qué se puede decir de Clubz que no haya quedado ya registrado en sus giras por distintos rincones del mundo? Con cada concierto, el dúo mexicano confirma que su propuesta no solo es un despliegue de virtuosismo musical, sino también un viaje sensorial, un estado de trance colectivo donde el público se reconoce parte de algo mayor. El jueves 11 de septiembre, en el Club Condesa de Asunción, volvieron a ratificarlo en su regreso a Paraguay, tras su primera visita en 2022.
Texto: Mavi Martínez
Fotos: Renata Vargas
El recinto, íntimo pero cargado de expectación, se transformó apenas las luces bajaron. Había una electricidad palpable en el aire, esa tensión previa a un encuentro largamente esperado. Cuando Coco Santos y Orlando Fernández, acompañados por Francisco Lazo en el bajo y Víctor Mejía en saxo y teclados, pisaron el escenario, se encendió una marea de cuerpos que ya no se detendría hasta el final.
Clubz desplegó un set de casi dos horas, tejido con precisión y a la vez con espontaneidad, donde lo que se escuchaba no era solo música, sino una sucesión de atmósferas. Las canciones no se encadenaban como bloques rígidos, sino como estaciones de un viaje: desde la euforia hasta la introspección, desde la sensualidad luminosa hasta la oscuridad elegante.
“Número uno” abrió la puerta con un pulso inmediato, casi como un conjuro de bienvenida. Su ritmo contagioso fue la chispa que encendió la pista, ese recordatorio de que Clubz sabe hablar directamente al cuerpo. De ahí nos llevaron a la elegancia de “Spléndido”, con brillos que parecían dibujar luces de neón en el aire. “Siesta americana” bajó las revoluciones y nos sumergió en una especie de ensueño vaporoso, como si la sala flotara en un mediodía detenido en el tiempo.
El público se dejó llevar por cada transición, como si cambiáramos de habitación en un mismo sueño. “Último vals” trajo un aire melancólico que invitaba a bailar con los ojos cerrados, mientras que “Radio Kono”, corazón del concierto y del nuevo disco, condensó la esencia del proyecto: un equilibrio entre nostalgia analógica y frescura contemporánea, un guiño a la radio como refugio de generaciones enteras.
La banda se permitió también momentos de pura celebración: “Discomanía” y “Cortes modernos” estallaron como bengalas, con un beat imparable que convirtió el Club Condesa en una pista sin fronteras. “Algo nítido” y “Popscuro”, en cambio, nos recordaron la faceta más experimental del dúo, donde lo minimalista se vuelve hipnótico y lo oscuro no asusta, sino seduce.
Y hubo también espacio para la nostalgia compartida: “Épocas”, cantada a coro, se volvió un himno generacional que resonó como una declaración de identidad colectiva. “Palmeras”, con sus aires tropicales y su cadencia envolvente, fue un oasis de movimiento, un remolino que abrazó a todos los presentes.
Más allá de los títulos —y aunque el repertorio fue aún más amplio—, lo que quedó fue la sensación de estar dentro de un ritual sonoro. Clubz no solo ejecuta canciones, las habita y las ofrece como refugio. Cada nota parecía una invitación a dejar afuera el ruido del mundo, las preocupaciones, las heridas, para sumergirse en un espacio donde lo único que importaba era la vibración compartida.
La precisión técnica del grupo impresionó: cada arreglo fue pulcro, cada transición impecable, pero nada sonó frío ni calculado. Todo lo contrario: hubo emoción, hubo riesgo, hubo un latido humano detrás de cada efecto y cada riff. Esa capacidad de ser minuciosos sin perder el alma es, quizás, lo que distingue a Clubz y lo que explica por qué logran convertir un concierto en una experiencia que bordea lo ritual.
Al terminar, lo que flotaba en el aire era un silencio distinto al del inicio: un silencio lleno, denso, cargado de gratitud. Nadie parecía querer que la noche se acabara. Quedó la certeza de haber compartido algo irrepetible y la esperanza de que, como en 2022 y ahora, Clubz vuelva una y otra vez a Paraguay, porque cada visita suya es un recordatorio de que la música puede ser mucho más que sonido: puede ser comunión, catarsis, celebración y, sobre todo, un refugio luminoso en medio del ruido cotidiano.