Muerdo: el duende murciano que canta verdades sin miedo
Hay conciertos que se esperan con ansias, y otros que llegan como un relámpago inesperado en medio de la rutina. El de Muerdo en Asunción fue ambas cosas a la vez: promesa cumplida y sorpresa inabarcable. Esa noche de noviembre de 2024, cuando el aire cálido de la ciudad parecía suspendido en un letargo, un murciano con duende desembarcó para romper la quietud. Y con apenas un puñado de notas, abrió un portal: ya no estábamos en un bar céntrico, sino en un claro secreto del bosque, rodeados de criaturas invisibles que danzaban al compás de su voz.
Texto: Mavi Martínez
Fotos: Renata Vargas
Cuando se pronuncia el nombre de Muerdo, no se evoca únicamente a un artista. Se convoca un estado del alma. Porque en él habita ese duende antiguo que, según los flamencos, no se aprende ni se finge: nace, se siente, se manifiesta en un instante irrepetible. Y aquel noviembre de 2024 en Asunción, ese duende se desplegó como un incendio lento que encendió a todos los presentes.
Desde el primer acorde, Muerdo abrió un umbral hacia su bosque sonoro. Un lugar donde conviven hadas y fantasmas, cuerpos y consignas, ternuras y gritos. En Sinvergüenza —su álbum de 2024— el murciano no se limita a cantar: desgarra su piel para mostrar las entrañas, sacude las certezas y, aun así, ofrece un refugio. Cada canción es un espejo: en unas nos vemos vulnerables, en otras insurgentes, en todas profundamente humanos.
El concierto en The Jam fue algo más que un recital: fue rito comunitario. El local del centro asunceno, con sus paredes humildes y su atmósfera cercana, se transformó en un templo profano. Afuera, la ciudad parecía dormida; adentro, latían dos corazones colectivos —el del escenario y el de la platea— bombeando al unísono. Era como si de pronto se hubiera encendido una hoguera invisible en el medio del salón, y alrededor de ella nos reuniéramos a compartir historias, dolores y esperanzas.
No estuvo solo en esa liturgia. Purahéi Soul, con su hechizo mestizo de raíces guaraníes y alma contemporánea, añadieron al encuentro una brisa fresca y poderosa. Sus voces tejieron un puente entre la memoria ancestral y la vibración del presente, como si los espíritus de la tierra también hubiesen sido convocados. Y aún más: Muerdo se rodeó de músicos paraguayos que, lejos de ser meros acompañantes, fueron guardianes del pulso. La trompeta de Mar Pérez se alzó como faro sonoro en la penumbra, mientras la percusión de Edson Vázquez marcaba el compás con la precisión de un corazón que nunca descansa.
La velada tuvo instantes de improvisación que rompieron cualquier guion. Entre humo de cigarrillos, vasos de caña que pasaban de mano en mano y guitarras que brotaban como raíces nuevas, surgió una peña espontánea. Hubo risas, hubo coros colectivos, hubo esa magia indomable que solo aparece cuando la música deja de ser espectáculo y se convierte en fogata compartida.
Hoy, en septiembre de 2025, podría parecer que hablar de aquel show es volver la mirada demasiado atrás. Pero no. Lo que ocurrió en The Jam no pertenece únicamente al pasado: está inscrito en el presente como una cicatriz luminosa. Porque hay conciertos que se olvidan al día siguiente, y hay otros que se incrustan en la memoria como tatuajes invisibles. Este pertenece a los segundos.
Mientras tanto, Muerdo sigue mutando. Tras Sinvergüenza llegaron nuevas semillas: Pura medicina, un canto a la cura interior, y Vos, el inesperado abrazo musical junto al argentino Lisandro Aristimuño. Cada paso suyo abre más caminos, pero aquel ritual en Asunción permanece como una constelación fija en su recorrido.
Y no es menor señalar el rol de quienes hacen posible estos encuentros. Planea Música, la productora detrás de aquel concierto, sostiene con firmeza una apuesta distinta: demostrar que lo “pequeño” —una sala íntima, un público reducido— puede ser tan desbordante como un estadio. Que a veces lo más grande no se mide en cantidad, sino en intensidad.
Así fue la noche de Muerdo en Paraguay: un ritual, una confesión, una hoguera que aún arde en la memoria. Porque la música, cuando es verdadera, no se acaba con la última nota. Se queda latiendo, como un río subterráneo que nunca deja de fluir.
Epílogo
El tiempo ha seguido su marcha. Las estaciones cambiaron, nuevas canciones nacieron, y los calendarios marcaron distancias entre aquella noche y este presente. Pero hay experiencias que se escapan del reloj: quedan flotando en un territorio paralelo, donde la memoria se mezcla con la emoción. Así ocurrió con el ritual de Muerdo en The Jam.
Hoy, casi un año después, basta con cerrar los ojos para volver allí: sentir el calor de los cuerpos apiñados, ver el humo dibujando figuras en el aire, escuchar la trompeta rasgando la penumbra, reconocer el latido de una percusión que parecía corazón colectivo. Basta con invocar ese recuerdo para comprender que lo vivido fue más que un concierto: fue un pacto silencioso de esperanza.
Y quizá eso sea la música cuando es verdadera: un conjuro que no se apaga, una llama que sigue encendida aunque el escenario quede vacío. Aquella noche en Asunción, Muerdo no solo cantó: sembró raíces en quienes lo escuchamos. Y esas raíces, invisibles pero firmes, siguen creciendo bajo la piel.