Lisandro Aristimuño en Paraguay: afuera el frío, adentro la eternidad

Afuera, el frío de junio arrastraba su sombra con paso lento, sin sospechar siquiera el calor que comenzaba a gestarse tras las puertas del Teatro de las Américas del CCPA. Como si el tiempo se hubiera detenido a contemplar, el aire afuera era un telón que no revelaba el incendio suave que dentro estaba por suceder. Nadie advirtió —ni el viento, ni el cielo nublado— que aquella noche no se parecería a ninguna otra, porque lo que iba a ocurrir no era un concierto, sino un acto de fe en forma de música.

Por Mavi Martínez

Bastó que Lisandro Aristimuño emergiera desde las penumbras del escenario para que el clima cambiara de estado, para que el espacio se transfigurase en un refugio suspendido entre los sueños y la ternura. A su lado, dos alquimistas de los sonidos: Lucas Argomedo, dibujando raíces con su bajo y su violoncello que parecía llorar árboles; y Martín Casado, artesano del ritmo, domador de tambores y respiraciones.

Entonces, comenzó el viaje. No había necesidad de pasaportes, ni de maletas: cada canción era un territorio que se desplegaba dentro de nosotros, como si las notas supieran el camino exacto hacia nuestras memorias más escondidas. Este no era un concierto más. Era la materialización de un anhelo largo, casi fundacional, para quienes fueron tocados alguna vez por la música de Lisandro desde aquel primer disco que llegó, como una carta que nadie esperaba, a susurrarnos que sí, que aún se puede vivir entre melodías.

Y allí estaba. En cuerpo y sonido. Trayendo a tierras paraguayas su álbum fotográfico de emociones, ese que no se mira con los ojos, sino con la piel. Con un repertorio amplio, generoso, Aristimuño se entregó al público como quien entrega su casa para que otros la habiten. Valió cada espera, cada suspiro guardado en silencio, cada día en que se soñó con este encuentro.

Desde el inicio, la química fue casi mística. Lisandro, en su rol de navegante de lo intangible, se convirtió en un astronauta de la emoción, maniobrando su nave con guitarras como timones y botones invisibles que encendían paisajes enteros. Las primeras canciones —“Un dólar…”, “Lobofobia”, “Por donde vayan tus pies”— estallaron como rayos, envolviendo la sala con una energía eléctrica, casi salvaje. La guitarra, endiablada, hablaba en clave de rock, mientras su voz, frágil como un pétalo suspendido en el viento, trazaba una línea delicada entre lo terrenal y lo sideral. El contraste era exquisito: tormenta y caricia, trueno y susurro, rugido y plegaria.

Luego, como un corazón que aprende a latir despacio tras el vértigo, llegó el momento de recogimiento. El teatro se volvió fogón, y cada canción una llama pequeña que nos envolvía de adentro hacia afuera. “Es todo lo que tengo”, “Blue”, “Plug del sur”, “Canción de amor”… no se cantaron, se recordaron. Porque hay canciones que no se escuchan: nos escuchan. Nos atraviesan como postales de infancias sepia, de domingos soleados, de aromas que no se saben nombrar pero se reconocen al instante.

El violoncello de Argomedo lloraba con dignidad. No de tristeza, sino de belleza. Y Casado comandaba percusiones que no marcaban el tiempo, sino que lo expandían, lo deshacían, lo convertían en algo más noble. Por momentos, el teatro parecía flotar. Y nosotros dentro, como hojas cayendo en cámara lenta, agradecidos por esa suspensión, por ese olvido momentáneo de lo real.

La última parte fue un cruce de caminos donde el folclore y lo electrónico se dieron la mano, se miraron sin miedo, y crearon juntos una nueva lengua. Una lengua donde el silbido de una zamba podía convivir con la vibración de un sintetizador sin que nadie sintiera que algo se había perdido. Al contrario, todo estaba allí. Todo lo esencial. Todo lo que no se compra ni se vende.

Lisandro cambiaba de guitarras como si cambiara de piel, se desplazaba por el escenario con la soltura de quien no interpreta, sino que habita. Nadaba entre acordes, dejaba que la música lo condujera como una corriente dulce, amagaba bailes, reía, respiraba. Y cada gesto era celebrado por el público como una bendición. Porque no era sólo un recital, era una ceremonia. Un acto de comunión. Un recordatorio de que todavía hay verdad en lo íntimo.

La sala estallaba en aplausos, en cantos, en coros afinados que él agradecía con la sonrisa amplia de quien se sabe sorprendido. Porque era su primera vez aquí. Porque nadie le advirtió que un 7 de junio, en un rincón cálido de Asunción, una pequeña sala podía arder de emoción, susurrando palabra por palabra canciones que parecían haber sido sembradas en secreto en el corazón de cada espectador.

Y al final, cuando la última nota flotó un instante más antes de caer en el silencio, quedó flotando algo más poderoso que el sonido: quedó el eco de la necesidad. La necesidad urgente de estos encuentros. De estos rituales donde la música no es un fondo, sino un hogar. De estos artistas que, como Lisandro, nos recuerdan que no moriremos nunca, mientras podamos cantar, mientras podamos llorar de belleza, mientras podamos seguir creyendo en la ternura como una forma de resistencia.

Porque sí, fue un acto de valentía poética. Una apuesta sincera. Un gesto de amor por la música y por la gente. Esta noche luminosa fue posible gracias a la producción de Planea Música, junto con el propio artista y su sello Viento Azul, quienes no solo trajeron un concierto, sino una experiencia transformadora. Y ojalá este sea solo el principio de una nueva costumbre: la de seguir creyendo en los milagros que caben en una sala pequeña, donde lo inmenso no necesita gritar.

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